7. Una casa española a orillas del Neva
Carmen de los Llanos:
El frío penetraba hasta los huesos en el puerto de Leningrado. Nos subieron a los autobuses y nos llevaron al sitio de la cuarentena, el Hotel “Angleterre”[1] en la Plaza de San Isaac. Allí nos quedaríamos hasta la reunificación con los demás niños españoles llegados a la Unión Soviética en 1937.
Rápidamente nos hicieron radiografías y pruebas. Al salir del baño, un conjunto de ropa limpia esperaba a cada uno. Además, nos entregaron ropa de invierno: gorros de piel, abrigos, ropa interior cálida, trajes aislantes y unos zapatos desconocidos -de fieltro- para enfundarlos en chanclos.
El hotel era de un lujo abrumador, el restaurante deslumbraba con la blancura de los manteles y servilletas almidonadas, vajillas refinadas y una multitud de cubiertos alrededor; en lugar de fabas, garbanzos o lentejas, nos sirvieron varios platos desconocidos; la orquesta del restaurante tocaba música divertida.
Algunos de los niños cantaron para el director la melodía de la película de Disney “Los tres cerditos”. Desde entonces, los músicos interpretaban sonrientes esta melodía durante cada comida.
Nos costó acostumbrarnos a la principal comida para niños en Rusia: las gachas. Había gachas de sémola, “gachas negras” (de trigo sarraceno) y, lo peor de todo, gachas de avena. Estas últimas fueron tajantemente excluidas del menú a petición nuestra. En general, la comida del restaurante era excelente – chuletas Pozharsky, croquetas “estilo Kiev”, pescado ahumado de todo tipo, esturión, anguilas, salmón … A pocos nos gustó el caviar. Pero como los rusos querían alimentar a toda costa a aquellos niños hambrientos, se les ocurrió un truco: al que se tragase una porción de caviar, se le daba un caramelo de chocolate.
Tiempo después, supimos que la Unión Soviética había anulado las tarjetas de racionamiento. ¡Así que estábamos increíblemente mimados!
Los días en el Angleterre se volvieron monótonos, aunque los más pequeños desaparecían en un salón gigante lleno de juegos y juguetes. Y llegó el día de separarse de músicos, cocineros, médicos y niñeras (muchas de ellas lloraban). Tuvimos que ir a diferentes Casas de Niños.[2]
El contexto de aquellos años va quedando olvidado, y conviene recordarlo: mucha gente en la URSS deseaba recibir a niños españoles en el seno de sus familias. En Gran Bretaña, Bélgica, Francia, los niños se distribuyeron también en familias de acogida. Pero el gobierno soviético zanjó la cuestión de otro modo: no había que dividirnos, y era necesario preservar el idioma y las tradiciones. ¡Después de todo, algún día tendríamos que regresar a nuestra patria!
Aunque al cabo de muchos años, creo que la decisión política acabó coincidiendo con nuestros deseos e intereses. Entonces, ¡creíamos fervientemente que regresaríamos pronto a casa!
Llegó enero de 1939, el Año Nuevo y las vacaciones escolares (La Navidad en la URSS no se celebraba por ser fiesta religiosa). Terminó la cuarentena. Santa Claus y Snegurochka nos trajeron regalos, ¡otra fiesta! Recuerdo bien la sensación de esos primeros días y meses en los que aún vivíamos a la espera de milagros: el fin de Hitler, el fin de Franco y, sobre todo, el regreso a nuestra España querida…
Mis hermanos y yo, después de haberlo consultado con los hermanos Viadiú, las hermanas Astigárraga y otros amigos, solicitamos ir a la Casa 9, en la Avenida Nevsky. Estaba situada en un enorme edificio, con un sótano de puertas blindadas como refugio, y adaptado incluso para la guerra química.
La vida en el nuevo lugar comenzó de un modo poco habitual, pero interesante. En primer lugar, los “veteranos” de la casa, vascos y asturianos nos rodearon y nos lanzaron preguntas: “¿Cómo van las cosas en casa?”, “¿se ganará pronto la guerra?” y “¿cuándo se nos permitirá volver a España?”. En las paredes colgaban mapas con banderas y gráficos de operaciones militares, pero todos querían conocer las últimas novedades. Por desgracia, aparte del deseo compartido de ver nuestra patria libre, no teníamos nada con qué complacer a nuestros nuevos amigos.
Los veteranos ya corrían en patines sobre el hielo de la pista en el patio, y manejaban con destreza los trineos durante los paseos por el parque. Nosotros teníamos que aprender aún todo ello.
Estaban orgullosos de su conocimiento del idioma ruso, y se ofrecían ansiosos como traductores en las conversaciones con el personal. Así y todo, nos comunicábamos con los profesores rusos por gestos, pues no hablaban español.
Para los rusos, nuestros nombres y apellidos resultaban difíciles de pronunciar: ¡cuánto le costó al director de la Casa pronunciar el apellido de las hermanas Astigárraga! Como es sabido, los españoles tenemos apellidos dobles, y empezaron a acortarse por comodidad. Nuestro apellido, el mío y el de mis hermanos, se redujo a “Llanos”. Por otro lado, también era difícil para nosotros llamar a maestros y educadores por sus nombres y patronímicos; “Alexandra Nikolaevna” o “Arkady Efimovich” parecían impronunciables, y fue entonces cuando Alexandra Nikolaevna pidió que la llamáramos Sasha…
… La rutina diaria de la Casa era intensa, pero muy sana. Nos levantábamos muy temprano, hacíamos nuestros ejercicios… Los estudios se realizaban en ambos idiomas. Por las tardes y en los días libres íbamos al teatro o al cine. Mis hermanos se inscribieron en todo tipo de grupos en el Palacio de los Pioneros. El Palacio de los Pioneros de Leningrado era un magnífico edificio donde los niños podían practicar música, danza, modelismo, manualidades … Carlos empezó a aprender a bailar y a tocar instrumentos musicales; los dos hermanos construían maquetas tanto de barcos como de aviones, patinaban…
Los españoles éramos invitados de honor en fábricas y escuelas. A menudo se organizaban reuniones con los pioneros soviéticos. Nos regocijábamos con las “salidas” y nos preparábamos cuidadosamente para ellas. Las niñas vestían faldas plisadas y blusas blancas. Los muchachos llevaban pantalones bien planchados y camisas blancas. Todos llevábamos un pañuelo rojo al cuello y, en la cabeza, la gorra del ejército republicano con borla. Seguíamos a nuestra bandera: el estandarte tricolor rojo-amarillo-violeta de la República.
Cuando aparecíamos, una orquesta tocaba en la sala, sonaban aplausos. El pueblo soviético mostraba su solidaridad y afecto por los hijos del heroico pueblo español. Estábamos rodeados de atención y amor.
Eran sinceros y nos emocionábamos.
***
Los niños de Nevsky éramos unos 150, y estudiabamos del 2º al 6º grado, según el sistema escolar soviético.
Carlos estaba matriculado en cuarto grado, Ismael Viadiú en quinto, y Virgilio y yo comenzamos nuestros estudios en sexto grado. Los dos hermanos mayores Viadiú, Héctor y Armando, tendrían que estudiar en el octavo, y posteriormente se organizaron clases especiales para ellos. No obstante primero tuvieron que repetir con nosotros el curso de sexto; y también ayudaron a algunos educadores españoles, procedentes de escuelas primarias rurales y sin la formación suficiente.
Los nuevos amigos nos contaban sus impresiones sobre la Unión Soviética y los rusos. Según ellos, por muy estúpidos que fueran los españoles, los rusos no tenían derecho a castigarlos, y mucho menos a pegarles. En consecuencia, algunos niños hacían lo que les daba la gana. Por ejemplo, se negaron caprichosamente a desplazarse a Pushkin, cerca de Leningrado, para visitar a los españoles de la casa de los pequeños. Y ello a pesar de que sabían lo importante que era apoyar a los peques, ayudarlos con el habla nativa…
Los padres de los asturianos procedentes de las zonas mineras, como Sama, Langreo o Mieres, eran los famosos “dinamiteros” que, rebelados en 1934, lucharon durante meses contra los legionarios de Franco. Estos niños hablaban una mezcla de castellano con la lengua de su tierra. Su comportamiento era el propio de los intrépidos “niños de la calle”. Llegados a la URSS hacía ya más de dos años, estimaban que los rusos eran gente amable y atenta, pero incomprensible, pues se empeñaban en convertir a los españoles en niños educados, informados, políticamente conscientes y disciplinados.
Los españoles se negaban a estudiar temas “aburridos”. En cuanto a la conciencia política y la disciplina, los españoles y el pueblo soviético ciertamente hablaban lenguajes diferentes. La disciplina estaba generalmente ausente entre las prioridades españolas.
Cuando se animaba a un niño asturiano a estudiar bien o a hacer la cama correctamente para convertirse en un verdadero comunista, decía: “¡No! ¡No quiero convertirme en un buen comunista, seré anarquista como mi padre!”
Querían continuar como habían sido criados y solo tenían un sueño: volver a casa. Es decir, como casi todos nosotros.
… Los maestros soviéticos demostraron una paciencia infinita… ¡Cuántos imposibles hicieron por nosotros! Todos los manuales y libros de texto fueron traducidos al español. En un país que carecía de casi todo para su propia gente, los españoles teníamos de todo. Vivíamos cómodamente, rodeados de una atención afectuosa, y no percibíamos que el régimen soviético había implantado el terror hacía años. Estábamos instalados en un mundo aparte, lejos de la realidad. No teníamos contacto directo con la población ni conocimiento alguno de la vida cotidiana. Nos comunicábamos con las personas de nuestro alrededor únicamente en visitas organizadas, como las que hacíamos a fábricas, escuelas, teatros, con música de orquesta y aplausos incluidos.
Aún no había llegado el día de conocer a los rusos, comprenderlos a ellos y a su país. Ese día llegó más adelante, cuando empezó la guerra.
***
¿A qué maestros recuerdo?
Nuestro profesor de canto Tuvil Markovich era un personaje brillante, de figura regordeta y sonriente. De vez en cuando, fingía rabia cuando uno de nosotros desafinaba.
Estaba enamorado del folclore español, anotaba todas las melodías que cantábamos y siempre le faltaba tiempo para dar la clase. A menudo se demoraba hasta tarde, sobre el piano, para sacar las melodías de Asturias, del País Vasco o de Castilla. Pero cuando nos pidió que interpretáramos las melodías que había reconstruido, no las podíamos reconocer, arregladas para tres o cuatro voces.
Como el resto de profesores soviéticos, Tuvil Markovic no hablaba español. Sin embargo, él no necesitaba intérpretes en sus clases. Nos enseñó a amar la música, el canto y eso nos ayudó mucho después. Sus clases eran maravillosas, porque no había nada mejor que cantar para superar la nostalgia.
En cuanto a don Mariano Cámara, del que ya se ha hablado, desde el primer día se convirtió en un hombre respetado por todos, incluidos los rebeldes más recalcitrantes. Nunca tuvo que exigir silencio para impartir las clases de historia antigua y geografía, sus especialidades. Lo mismo que cuando sustituía a los profesores de español o matemáticas. Don Mariano improvisaba, preguntando con naturalidad: “¿Cómo terminó la última lección de tu maestro?”
Su forma de explicarnos gramática o las raíces cuadradas hacía que sus lecciones fueran algo delicioso, incluso para aquellos a quienes no les gustaba aprender.
Había otro maestro al que queríamos mucho, aunque quizá él no lo supiese. Era don Nicolás Diez Valbuena, pero enseguida pidió que no lo tratáramos de “don”, sino simplemente “tovarisch”, camarada.
Apreciábamos especialmente sus clases de aritmética. No obstante, con una pregunta formulada en el momento adecuado, lográbamos que el maestro entrase en sus recuerdos, en la historia de su pueblo o en los años de su servicio militar en Marruecos, durante la Guerra del Rif. El camarada Valbuena caía fácilmente en la trampa, olvidándose por completo de los aburridos problemas de cálculo, con grifos, litros de agua y piscinas llenándose eternamente…
Aquel mundo nuestro era especial. Todos nosotros, de diferentes orígenes y contextos, componíamos una verdadera familia; nos unían la desgracia, la amistad y la esperanza. Pero nos aguardaba un golpe terrible.
Aquel día, el director nos reunió a todos, estudiantes y profesores –tanto rusos como españoles- y nos comunicó que la guerra en España había terminado…
La República había sido derrotada.
Esto sucedió el 1 de abril de 1939.
Ahora, mientras trato de recordar los sentimientos que se apoderaron de mí, pienso ¿rabia?, ¿temor?, ¿desesperación?… Todos a mi alrededor experimentaban amargura y dolor, muchos lloraban. Lo más deprimente fue la falta de claridad en la respuesta a la pregunta principal: ¿cuándo podremos volver a España?
Durante días y semanas no pudimos digerir la noticia y la tristeza se apoderó de nuestro corazón. Los mayores intentaban ayudarnos en todo, especialmente los rusos, pues los españoles adultos estaban aún más deprimidos que nosotros.
Necesitábamos encontrar algo que nos diera esperanza.
¡No! El franquismo no puede durar mucho, el pueblo español no lo permitirá. Todo el mundo civilizado se unirá también contra el fascismo, representado en España por el franquismo. La República se restaurará pronto.
Y empezamos todo de nuevo.
Volvimos a creer en las promesas vacías, porque no teníamos otra opción, y era imposible vivir sin fe. Si no era posible, aunque no lo fuese de inmediato, regresar a nuestra patria, ¿a qué tanto estudio y educación? ¿Por qué habríamos de hacer todo esto? Queríamos ver al menos algún rayo de luz en un futuro incierto.
Así que retomamos nuestros estudios y las visitas a museos, escuelas y fábricas, en las que nos informaban de que el pueblo español pronto sería liberado del fascismo. Tales palabras animaban nuestros corazones.
___________________
[1] Hotel “Astoria”.
[2] En la URSS se organizaron 15 сasas de niños españoles, tres de ellas en Leningrado.
Carmen
Memoria de Carmen de los Llanos Mas (1924 – 2020)
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